Mitificación
Un relato de Sergio Mesa escrito para el extinto Patreon que se ha convertido, años después, en La Escribeteca
Como me disperso más que los remedios homeopáticos en el agua, no publico nada en el Estante Escribetequer desde octubre, así que quizá no sepas de qué va esto.
No pasa nada, te lo cuento.
Esto va de que llevo trabajando con escritoras y escritores estupendos más de un lustro. Le he pedido permiso para compartir sus trabajos y me lo han dado. Así que, una vez a la semana, siempre que la vida me lo permita, os dejaré una muestra de su talento aquí.
La mayoría de estos textos se han escrito a partir de un disparador; algunos cuando La Escribeteca era Patreon, como este y los dos anteriores. Otros, más tarde, ya en La Escribeteca.
Si os gustan, compartidlos y decídselo a sus autoras, les gustará.
Mitificación
Sergio Mesa
Mi novio murió al principio. Casi mejor, porque no le hubiese gustado todo esto y al final habría tenido que estrangularlo yo mismo. Era un poco carca, ¿sabes?
Vivíamos en una las zonas desplazadas y habíamos conseguido un piso porque mis padres tenían antecedentes, así que yo también estaba en las listas de posibles afectados. Él, Darío, mi novio, decía que no le importaba, que la mutación era una posibilidad y que de todas formas yo no había heredado el color de amarillo encendido de mi madre. Yo sabía que sí le importaba. Mis antecedentes genéticos eran solo una parte pequeña de nuestra relación, una menos importante en nuestro día a día, o que compartir una hipoteca, por ejemplo.
Pero llevaba toda la vida viendo cómo mis padres tenían “esas” peleas. En las que los argumentos de mi padre se iban difuminando, hasta que acababa señalando el color de mi madre como el origen del problema cotidiano de turno. Darío hacía lo mismo, aunque yo tuviera la piel perfectamente rosada. Irnos a vivir a la zona desplazada ya supuso un drama, pero no teníamos tanta pasta como para permitirnos otra cosa. En aquel piso discutimos más que nunca y yo creo que aquella habría sido la última, o una de las últimas, si no hubiese acabado como acabó. Pero ya da igual.
Todo empezó porque yo había olvidado la cesta de la ropa sucia junto a la lavadora después de cargarla, en lugar de devolverla al baño, o algo así. Darío se quejaba mucho de que yo hacía las cosas a medias. “No puedes lavar los platos y dejarte los vasos sin limpiar.” No importaba lo que yo respondiera. Y esa vez no fue diferente. Empezó por ahí, yo le dije que últimamente estaba insoportable, él respondió que no le pasara la pelota, que no estábamos discutiendo por su culpa; yo le dije que sí, él respondió que estaba harto de mí, del piso y, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra más, todo se sacudió y un pie enorme rompió el techo, espachurró a mi novio contra el suelo y a punto estuvo de atravesar también el suelo de nuestro piso.
Al principio no entendí lo que había pasado. Donde hacía un momento estaba la mesa en la que se apoyaba Darío había un empeine gigantesco, terminado en dedos con las uñas negras y retorcidas. Al pie seguían, hasta perderse en el agujero en el techo, un tobillo calloso y una pantorrilla enorme. En el piso de arriba empezaron a sonar gritos de angustia y, un momento después, otra pierna gigantesca atravesó las vigas y aplastó el sofá. Me quedé clavado en el sitio. Solo podía mover la cabeza lo justo para mirar un pie. Y el otro. Y la mancha roja y grumosa que asomaba debajo del primero.
Para mí ese fue el principio de la Mitificación. Timo, Timoteo, el hijo de la vecina de arriba, al que había pagado unas cuantas veces para que nos ayudara a subir bolsas de la compra, cambió de golpe. Siempre había sido un chico más grande de lo normal, con los dientes solo un poco más puntiagudos que el resto. Pero ese mediodía, sin previo aviso, creció hasta los seis metros. Con lo que destrozó nuestro piso, el de sus padres y el de la vecina de al lado. Un par de horas después creció otros seis metros y a punto estuvo de tumbar el edificio entero porque estaba casi en shock y no era capaz de salir del atolladero. Fue el primer gigante que vi, no sería el último ni lo más raro que iba a ver en los meses siguientes.
El gobierno debía de saber algo. Ahora dicen que los Tecnópatas ya habían predicho el evento, pero el caso es que, al parecer, cada zona desplazada tenía una estación de bomberos grandísima y modernísima, que no servía precisamente para apagar fuegos. Antes de que Timo tuviera la oportunidad de salir de los restos del edificio varios camiones de hombres con máscaras fumigaban ya la zona. Pero lo que querían exterminar no era ninguna plaga. Bueno, sí: nosotros éramos la plaga. Luego descubrimos que la idea era adormecer a los que estuvieran en la calle y meter miedo a los demás para que se encerraran en sus casas hasta que llegaran las fuerzas de control. Pero lo que ocurrió fue muy diferente.
Después de los primeros momentos de confusión, cuando vimos el despliegue de camiones de bomberos y cómo empezaban a chorrear a la gente con un agua que se evaporaba casi al instante y dejaba cortinas de gas amarillento, todo el mundo empezó a correr hacia los portales. Pero no todos llegaron. Las personas mayores, los enfermos y algunos niños caían al suelo sacudiéndose y ya no se levantaban más. Mi madre murió así, lo supe después.
Los padres de Timo y yo nos escondimos en el piso de unas chicas que vivían en el primero del edificio contiguo. Sara, una de nuestras anfitrionas, se desgañitó en la ventana llamando a los que corrían, pero al final tuvo que cerrar porque el gas entraba y su llamada no hacía más que confundir a la gente en fuga. No pudimos ver mucho más pegados a aquellas cristaleras. Apenas sombras que corrían entre volutas cada vez más espesas de niebla ocre. El trasiego se fue apagando hasta que solo se oía el llanto de un hombre en alguno de los pisos de arriba, a través del patio interior. Pero hasta esa puerta hubo que cerrarla cuando el gas saltó la azotea.
Casi no hablamos esa noche. Intentamos hacer cosas útiles: preparar comida, acomodarnos como podíamos, seguir probando a llamar a quien fuera con el móvil, que de improviso se había quedado mudo, igual que la televisión e internet. Pero, poca a poco, todos acabamos junto a la ventana. Mirando la marea gaseosa se arremolinaba contra los recovecos de nuestra antigua vida, que se rasgaba de vez en cuando con un destello o un grito. Y mientras estábamos así, de pie, muy juntos, Ali, la otra chica del piso, también cambió de golpe.
Cayó al suelo gritando de dolor cubriéndose la cara. Sara y yo intentamos acercarnos, pero nos quedamos congelados al ver que la chica apartaba las manos de la cara y sus ojos refulgían. Se habían convertido en dos pozos de luz. Debió de ver nuestro gesto horrorizado, porque ella misma trastabilló de espaldas y extendió o una mano para indicarnos que nos alejáramos. En cuanto llegó a la pared contraria de la habitación gritó de nuevo y se hizo un ovillo en el suelo. No habíamos dado ni tres pasos cuando todo su cuerpo estalló en luz.
Por fin los puntos de luz intermitentes fueron desapareciendo de mi campo de visión y me encontré a Ali inclinada junto a su amiga. Su cuerpo ahora era más esbelto, casi hasta el imposible, una capa de luz ondulante cubría su piel y sus rasgos se habían afilado más allá del rango humano. Sara se dejó ayudar y se quedó mirando la nueva forma de la otra chica. “Tengo que irme”, dijo con una voz aflautada, “El niño está ahí fuera, peleando. Y hay otros. Pronto seremos más.” Intenté preguntar contra quién, pero ella respondió antes de que lo hiciera. “Contra los que no son como nosotros. Los que pintaron el mundo de gris.” “¿Timo está bien?”
Preguntó la madre del chico, llorando. El aire se llenó de olor a flores y Ali asintió.
“Volveré en cuanto pueda con máscaras para vosotros. Resistid hasta que estéis preparados.” Dijo. Desenfundó un arco de pura luz que un segundo antes no colgaba de su hombro y salió al mar de bruma.
Así empezó para mí nuestra revolución.
Lee aquí, ¡Bruja!, de Rebeca Arce
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