Con el invierno casi encima, todo el mundo que importaba en la ciudad de Strana acudía a la taberna a última hora de la tarde. «La última viuda» no era un establecimiento lujoso, al estilo de los sitios de moda de la capital, pero era confortable. Todo el mundo la consideraba un refugio, un lugar donde podían hacer negocios e intercambiar información. En las noches frías, los clientes sabían que el fuego de la gran chimenea de piedra y la buena bebida ayudarían a olvidar las penas del día. No eran buenos tiempos. La gente se sentía más segura en público, donde muchos otros pudieran atestiguar qué hacían y con quién, que en la peligrosa privacidad de su hogar.
La ciudad había crecido mucho desde la ocupación del Imperio. El planeta Ziemia, situado en una ubicación estratégica en la red de transportes, era un lugar de paso para los viajeros que desde todas direcciones se dirigían al mundo capital. En aquel contexto, una persona inteligente podía hacer fortuna con facilidad.
Pero, inevitablemente o no, la bonanza que había traído consigo el nuevo orden político no alcanzaba a toda la población. El descontento era reprimido brutalmente, y la disidencia, perseguida. De alguna manera, el Imperio se las había arreglado para hacer que los mismos conciudadanos se vigilasen unos a otros. Las autoridades incitaban a delatar a los vecinos ante la menor infracción, a cambio de pequeños favores. Se rumoreaba que el mismísimo Embajador aconsejaba llamar a la guardia de inmediato si se veía a varias personas entrar en una residencia.
Y si el clima político soplaba en contra de uno, no hacía falta que la acusación fuera cierta. Muchos habían muerto en las cárceles esperando fecha de juicio. Otros, al salir por fin del encierro, se habían encontrado en la calle, con todos sus bienes subastados y sus cuentas expropiadas. Era mejor no cruzarse en el camino del Imperio.
El capitán imperial Klip Hotch abrió la puerta del local. Una ola de luz, ruido, calor, y aroma a comida casera rompió contra el frío y la oscuridad exterior. Casi todas las sillas estaban ocupadas y todas las mesas estaban llenas. Los que no habían encontrado sitio para sentarse se hallaban de pie, acodados en la barra.
Aunque había varios comerciantes que solo unas horas antes se habían sentado frente a él en su despacho de la embajada para suplicar favores del Imperio, ninguno de ellos le saludó. Era obvio que todavía le consideraban un extranjero, a pesar de que hacía más de medio año que servía en aquel planeta perdido.
Al fondo divisó a algunos de sus compañeros. Sus uniformes plateados les hacían destacar entre la multitud como faroles en la oscuridad. Mientras se abría paso hasta ellos, notó que la gente le miraba con desconfianza y curiosidad. No mostraban la debida deferencia a un alto oficial del Imperio. Sentía sus ojos clavados en la nuca. Los rumores que había oído sobre la malévola corrupción de la Resistencia debían ser ciertos. Por la mañana abriría la correspondiente investigación. Recorrió la sala con la mirada, buscando posibles testigos de confianza.
Una vez rodeado de los suyos se sintió más relajado. Se sentó junto a la chimenea y se frotó las manos al calor del fuego.
—¿Te has enterado? —le espetó uno de los hombres uniformados, un esbelto joven de pelo negro como el espacio. En su pechera destacaba la estilizada cabeza de tigre que simbolizaba su rango de teniente.
Klip hizo un gesto con la cabeza. No tenía ni idea de a qué se refería su amigo. Tass era así, directo como una bala, pero a veces olvidaba que los demás no podían ver dentro de su cabeza.
—Otro oficial muerto, Klip —aclaró el teniente—. Mismo perfil que los anteriores.
El capitán respiró profundamente y se pasó una mano por el cabello pajizo. Esas muertes les traían de cabeza desde hacía un tiempo. Todas las víctimas eran hombres jóvenes, oficiales con cierta responsabilidad, de fuera del planeta, y preparados en las escuelas imperiales. En ninguno se apreciaban signos de violencia, y las autopsias eran incapaces de determinar cuál había sido la causa de la muerte. Solo una marca, una R pintada en tinta roja sobre el pecho de cada cuerpo, les decía que aquellas no habían sido muertes naturales. Pero no estaban teniendo mucho éxito en averiguar cómo se las había arreglado la resistencia para acabar con varios jóvenes oficiales imperiales bien entrenados sin dejar ninguna huella, y lo más importante, sin que ninguno se defendiera.
—Cerveza —dijo, carraspeando y pasándose la lengua por los labios como si quisiera sacarse el mal gusto de la boca.
—Marchando —gritó Tass con voz alegre. Le hizo un gesto a una joven pelirroja que llevaba una bandeja llena de jarras a otra mesa. La muchacha bajó los ojos, dejó que los soldados cogieran las jarras, y regresó a la barra a por más para los destinatarios originales.
Klip observó a la chica. Una mata de rizos bermejos, típicos de los nativos de Ziemia, enmarcaba su rostro pecoso . Aunque lucía un cuerpo muy bien formado, era muy joven, apenas una niña indefensa de ojos asustados.
Otra persona observaba a la muchacha, un hombre pasado de peso cuyo pelo grasiento contrastaba con los lujosos ropajes que vestía. Junto a él había ya varias jarras vacías de vino especiado. Mientras el capitán le miraba, el hombre pidió a gritos que le sirvieran otra.
Cuando la joven camarera corrió para servirle, él intentó acorralarla contra la mesa mientras le decía barbaridades lascivas con la voz ronca por el alcohol. Por un momento, Klip pensó que ella iba a responderle de forma seca y cortante, pero la muchacha se mordió los labios, bajó la mirada de nuevo, y guardó silencio. El capitán se sintió tentado de intervenir en su defensa.
—¿Quién es? —le preguntó a Tass señalando con el pulgar a aquel tipo tan repugnante.
—Es Hendrick —le susurró su compañero tras echar un vistazo —. El nuevo gobernador de la ciudad.
—¿Y por qué no lo conozco?
—Porque tu interés se limita a tratantes y comerciantes, y este viene del lado religioso costumbrista. Es un entusiasta de las leyendas y tradiciones precontacto del planeta. —Klip levantó las cejas. Nunca hubiera creído que le sorprendería algo en política. Se preguntó cuál sería el propósito real que el Embajador pretendía conseguir con aquel nombramiento.
El lujurioso borracho que ostentaba el cargo de Magnífico Jerarca de Strana había agarrado a la chica por las muñecas. Obligándola a sentarse sobre sus rodillas, le dijo:
—Ven con papá, preciosa… Cuéntame un cuento al oído.
—Lo siento. —A pesar de lo cerca que estaba, Klip tuvo que hacer un esfuerzo para oírla, pues hablaba en voz muy baja—. No poseo el don de narrar historias —hablaba el idioma común con un acento local muy marcado.
—¿No sabes contar cuentos? —dijo Hendrick, insatisfecho—. Pues me consta que sabes cantar. Te he visto otras veces. Canta para mí, nena.
De pronto, surgido de quién sabe dónde, apareció un laúd en las manos del Jerarca. Este se lo entregó a la joven, que le miró con una mezcla de sorpresa y temor. Tomó el instrumento con manos temblorosas, cerró los ojos, y lentamente, como si estuviese en trance, comenzó a tocar. A medida que los melancólicos acordes fueron llegando a todos los rincones de la sala, las conversaciones cesaban y la gente se volvía a escucharla, pero ella no se daba cuenta. La chica había abierto los ojos y miraba a Hendrick sin parpadear. El capitán no entendía ni una palabra, pues la letra de la tonada estaba en la lengua nativa del planeta. A juzgar por la reacción del público, que la miraba boquiabierto, no debía decir nada agradable para el seboso gobernador, que había palidecido y sudaba copiosamente.
Después del último acorde, ningún aplauso quebró el denso silencio. Con un profundo suspiro, la joven dejó el laúd sobre la mesa y desapareció a la carrera en la cocina.
El dueño del local, tras la barra, empezó a servir vino y cerveza, animando a la clientela a volver a beber. Con el trasiego de jarras, poco a poco volvió el ruido de conversaciones y se recuperó cierta normalidad.
Se oyó el chirrido de una silla arrastrándose contra el suelo. Todos dejaron de beber para observar al grueso y ebrio Jerarca, que se había puesto en pie.
—¡Bruja! —chilló Hendrick, con el rostro ceñudo y rojo de furia. Vacilante y tambaleándose, señaló a la joven, que había vuelto al salón para servir unos platos de estofado—. Te llevaré ante el Tribunal —el Jerarca retrocedió unos pasos y luego se tambaleó de nuevo hacia delante. Con aire pomposo miró a su alrededor— ¡Llamad a la guardia! ¡Que arresten a esta mujer por cantar canciones inmorales!
Dando bandazos, se acercó a la muchacha, que le miraba con repulsión. Alargando torpemente el brazo, la sujetó por el codo.
—No —dijo la joven, luchando para soltarse—. No puede hacer eso. ¡Yo no he hecho nada!
—¡Bruja! —le espetó el Jerarca con desprecio.
El capitán no pudo contenerse más. Se puso en pie, seguro de que su rango sería suficiente para apaciguar a Hendrick.
—Jerarca Hendrick, le ruego que se comporte.
—¡Sí! ¡Soy el Jerarca! ¡Hago lo que quiero!
—Señor, como representante del Imperio en Strana…
—¡Basta! —Hendrick se encaró con Klip. Desde tan corta distancia, el capitán percibió el fuerte olor a vino y sudor que emanaba del Jerarca. El dignatario tenía un aspecto horrible. Sus ojos enrojecidos se habían reducido a dos rendijas, respiraba con dificultad y apenas podía mantenerse en pie—. En esta ciudad la autoridad la tengo yo, soldadito. Y yo digo que debemos encerrar a esta bruja.
—Señor, debo insistir. —Klip agarró al dignatario por el brazo, en parte para ayudarle a mantener el equilibrio, y en parte para dirigirlo hacia la puerta—. Márchese a casa, duerma un poco, y mañana después de un baño y un buen desayuno verá las cosas con más calma.
Pero el arrogante Jerarca no estaba dispuesto a dejarse mangonear. Dio un tirón para soltarse, y empezó a vociferar.
—¡Llamad a los guardias! ¡Arrestad a este hombre! ¡Arrestadlos a todos! —gritaba, señalando al grupo de oficiales imperiales.
—¿Cómo? —El teniente Tass saltó de la silla—. ¿Estás loco, anciano?
—Jerarca Hendrick, le ruego que se comporte, se marche a casa y deje tranquila a esa joven —dijo Klip. A punto de perder los nervios, empujó al gobernador hacia atrás. No tenía intención de usar demasiada fuerza, pero el borracho Hendrick perdió totalmente el equilibrio. Agitando enérgicamente los brazos, intentó recuperarlo. Se balanceó hacia delante, pero tropezó con sus ropajes y cayó de cabeza en la chimenea.
Saltaron un montón de chispas, hubo una llamarada y enseguida un intenso olor a pelo quemado. El alarido del Jerarca rasgó el aire. Enloquecido de miedo, el hombre se puso en pie y giró sobre sí mismo, con la elegante ropa prendida en llamas. Varios parroquianos intentaron socorrerle, pero se movía tanto que no era tarea fácil. Por fin, consiguieron hacerle rodar por el suelo para sofocar el fuego.
El Jerarca se levantó con dificultad. Había perdido gran parte de su grasienta cabellera. Los mechones que le quedaban aparecían de punta y chamuscados, pero el cuero cabelludo no había sufrido daños. A su ropa le faltaban algunos trozos quemados y estaba en gran parte ennegrecida, pero por lo demás había salido ileso. Ante la furia de su rostro, la joven pelirroja se refugió tras el capitán.
—¡Maldita bruja! —profirió Hendrick con rabia—. Todo esto es por tu culpa. Te juro que lo pagarás.
Tras dirigirle a la muchacha una intensa mirada de odio, se dio la vuelta y se alejó con expresión decidida. Atravesó el atestado salón entre murmullos y comentarios en dirección a la puerta.
—¡Va a llamar a los guardias! —exclamó la joven—. Tendremos que salir por la cocina.
—¿Huir? —dijo Klip sorprendido.
—Sí. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí ya!
—Pero él… La autoridad del Imperio...
—¿Esperas que te escuchen? —la muchacha se detuvo un instante para mirarle directamente a los ojos—. Tal vez vuestros galones os protejan. Pero a mí… Tu intervención me ha puesto en peligro. Yo vivo aquí. Todo lo que tengo, todos los que me importan están aquí. Ese hombre —señaló hacia la puerta por donde había desaparecido el Jerarca— es la peor clase de ofendido: uno con poder. Si me detiene, probablemente me quemará en la hoguera.
Se oyeron unos gritos provenientes de fuera, y Klip suspiró. Asintió despacio. Sus circunstancias y las de la joven eran muy distintas. Se volvió hacia sus compañeros, indicándoles con un gesto que le siguieran.
—Por aquí. —La joven les guio a través de la cocina hasta la puerta trasera de la taberna. El cocinero y los pinches les vieron marchar en silencio. El capitán se preguntó cuántos de ellos les venderían sin dudar a la guardia de la ciudad, pero la muchacha no parecía dudar de ninguno. Se encogió de hombros. Pasaría lo que tuviera que pasar.
Salieron a un estrecho callejón lleno de basura. La temperatura había seguido bajando, y su aliento se condensaba en una fina neblina ante sus rostros.
—Esto no va con vosotros, y no quiero ser causa de más problemas. Marchaos a la embajada, os veré allí más tarde —dijo Klip. Los soldados se miraron unos a otros. No les agradaba huir de ningún enfrentamiento, pero acababan de recibir una orden directa de un superior. Tass asintió con un gesto seco, se despidió de la joven con una reverencia, y guio a los demás hacia la calle principal.
Klip y la muchacha tomaron la dirección contraria. Caminaron por las calles desiertas, lejos de la luz de las farolas. Soplaba un viento helado del norte, y la joven, cubierta tan solo por un vestido ligero, se encogió en un vano intento de protegerse del frío.
El dragón de la pechera del uniforme del capitán parecía cobrar vida bajo las luces titilantes. Una enorme pistola de pulsos golpeaba sonoramente contra su cadera, y de su cinturón sobresalía una daga. Los refuerzos plateados del traje de combate estaban abollados y golpeados tras innumerables batallas. Iba equipado para soportar condiciones mucho peores que un ligero viento del norte. Con el gesto fluido de quien ha hecho algo muchas veces, se quitó la capa y se la puso a la joven sobre los hombros. Ella le dedicó una temblorosa sonrisa agradecida.
—Conozco un sitio seguro para escondernos esta noche —le susurró—. Mañana por la mañana, el gobernador habrá olvidado lo ocurrido y nosotros podremos continuar con nuestras vidas.
—¿Cómo va a olvidarlo? Por muy borracho que estuviera… —El capitán se detuvo al ver la expresión risueña en el rostro de la chica.
—Su última jarra iba aliñada con unas gotitas de extracto de lek.
El capitán la miró, asombrado.
—¿Lek? ¿Le dolía la garganta? —dijo, confuso. Hacía siglos que los habitantes de la zona recogían la hierba lek que crecía libremente en las praderas, con la que elaboraban un remedio para el dolor de garganta. Él mismo la había probado un par de veces, con buenos resultados.
La muchacha rompió a reír. De alguna manera él supo que no era algo frecuente y, con una punzada en el corazón, deseó que no se detuviera.
—Para la garganta tomas una infusión de las hojas. Con la raíz preparas algo distinto. —La joven puso los ojos en blanco y le habló como si fuera algo obvio. Klip reprimió una sonrisa—. Es un proceso largo y difícil. Si sale bien, obtienes un extracto aceitoso que, mezclado con vino, borra los recuerdos. No mucho, solo unos minutos. A veces, cuando un cliente se pone pesado, es necesario usar métodos un poco… Es mejor que por la mañana no recuerden nada.
—Comprendo. —No debía ser fácil para una muchacha tan bonita trabajar en un sitio como aquel. Cerró los puños con rabia. Para alejar su mente de aquellos pensamientos, cambió de tema—. Eso del extracto parece complicado. Harán falta buenos conocimientos para obtener un producto así.
La joven se encogió de hombros.
—Bueno, yo sé muchas cosas —dijo. A él le pareció que se enfurruñaba un poco porque había dudado de su capacidad.
—No me estaba burlando de ti —dijo, riendo en voz baja. Ella bufó, y aceleró el paso. Para detenerla, la cogió de la mano. La chica apartó la mirada, testaruda.
—Vamos, no te enfades. —Le levantó la barbilla con suavidad, y sus miradas se cruzaron. No se había fijado en que tenía los ojos verdes. Klip fue repentinamente consciente de lo cerca que estaban el uno del otro. Podía sentir que el cuerpo de la muchacha se tensaba, y que se le había acelerado la respiración. Él mismo era presa de un mar de sensaciones extrañas. Con el corazón desbocado, acarició el borde de su boca con el pulgar.
—Eres la chica más bonita de todos los planetas del Imperio —le dijo. Ella bajó los ojos, sonriendo ruborizada. Él rio suavemente, y se agachó para besarla.
Fue un beso suave al principio, apenas un roce de labios cálidos. Klip notó las manos de ella en su cintura, mientras las suyas se enredaban en los rizos de la joven. Su aliento era cálido y dulce, y sus labios sabían a fruta madura. Después, el beso se convirtió en algo mucho más intenso, prolongado y lento, que los dejó a ambos jadeantes.
Se separó de ella para recuperar el aliento, y sus ojos se encontraron de nuevo. Ella sonrió y apoyó la frente en el ancho pecho del capitán. Él la estrechó contra sí, hundiendo la nariz en su cabello. En aquel justo instante se sentía pleno, colmado de gozo. Su mente se llenó de planes de futuro, niños con rizos pelirrojos y una hermosa casa.
—Dime una cosa —dijo—. ¿Qué era eso que le has cantado al Jerarca?
—Solo era una canción de cuna muy antigua de mi pueblo, de cuando Strana no existía y la gente en Ziemia era tan supersticiosa y atrasada que creían en seres con capacidades extraordinarias.
—¿Quieres decir que se puso así de furioso por una nana?
—Se puso así porque, por muy Jerarca que sea, es un pobre hombre triste, borracho y asustado —respondió ella con resentimiento. Estaba claro que a la joven no le gustaba el Jerarca, y no se molestaba en ocultarlo. Por supuesto, dadas las circunstancias tampoco era de extrañar.
—Siento lo que ha pasado en la taberna —dijo, abrazándola contra su pecho para consolarla.
—Ya te he dicho que puedo ocuparme de ese idiota —contestó, apartándose un poco.
—Pues ya no será necesario. Mientras yo esté, no deberías necesitar defenderte de nadie. Mañana mismo le recomendaré al Embajador que le sometan a un reconocimiento médico completo. No es posible que un alto dignatario del Imperio se asuste de una jovencita que canta una nana. Tal vez el vino le ha podrido el cerebro.
Ella se encogió de hombros, como si la suerte del Jerarca le fuera indiferente.
—Y ¿por qué te llamaría bruja? —preguntó Klip, sin esperar realmente ninguna respuesta. Sin embargo, ella esbozó una sonrisa triste.
—Oh, eso… —Le acarició el rostro mientras hablaba, como quien consuela a un niño que ha perdido algo—. Que un pueblo supersticioso y atrasado crea en algo no significa que no sea real…
Él habría insistido, pero de repente le costaba articular las palabras. Se sentía muy cansado, somnoliento. Sabía que ella le estaba hablando, pero no era capaz de entender ni una sola palabra. Las piernas dejaron de sujetarle, y tuvo que apoyarse en la pared.
Poco a poco, el estrecho abrazo se fue deshaciendo, a medida que las rodillas del soldado cedían. La joven le sostuvo mientras resbalaba contra la pared. Se aseguró de que la toxina había sido efectiva y de que el oficial ya no respiraba, y se limpió los restos del pintalabios envenenado con un pañuelo humedecido.
Esta vez le había resultado más difícil, y había dejado muchos testigos que les habían visto juntos. Tendría que tomar otra apariencia, tal vez la de una inocente chica rubia de mejillas sonrosadas. Se preguntó cuál sería el tipo del guapo teniente de pelo negro. Iba a pasar unos días muy triste, quizá pudiera consolarle. Sonrió, pensando en su próxima presa. Aquellos idiotas habían hecho muy mal invadiendo su mundo.
Se tomó su tiempo para dibujar una R en brillante rojo sobre el ancho pecho del capitán y después se marchó. Al alejarse, se confundió con las sombras de la calle desierta y desapareció, como si jamás hubiera estado allí.
***
Rebeca A. López: nació en La Mancha durante un equinoccio de otoño, lo que explica por qué le gustan tanto las mandarinas.
Cuando todavía era una niña inocente, su padre dejó a su alcance su colección de novelas de ciencia ficción. En el momento en que sus manitas agarraron «Yo, Robot» de Asimov, su destino quedó sellado para siempre.
A los cinco años le publicaron un cuento en la revista del cole. No pudo soportar las exigencias de la fama y huyó, arrastrando a sus padres en una larga aventura por tierras levantinas.
Más tarde, ya crecidita, estudió Psicología, tuvo niños y los apuntó a extraescolares solo para poder escribir en la grada durante los entrenamientos. En plena pandemia se metió a podcaster en La palabra errante, y a día de hoy sigue perpetrando textos.