Papeles de tránsito es el primer relato nacido en las antiguas sesiones de trabajo de los viernes. Cuando La Escribeteca era un Patreon y la vida un poco más sencilla :D
Su autor es Johan Paz, a quien podéis leer en varios libros de relatos y que tiene su propio substack. Síguele aquí si te gusta la CiFi con mucho de Fi y con una Ci muy seria. Aunque Papeles de tránsito es Fantasía oscura, la verdad.
Si escribes y quieres saber por qué funciona, te diría que prestases atención al juego de los tiempos verbales, a la transformación del personaje principal de objeto en sujeto y al lenguaje parco en emociones que muestra hechos y deja que sea la lectora quien decida cómo interpretarlos.
Y si quieres saber más sobre esos tres aspectos, lo mejor que puedes hacer es hacerte escribetequer, por supuesto.
Elisabetta trabajaba en la vieja fábrica de papel del señor Mórtimer desde que la compró en el mercado central de Zurand, dónde venden toda clase de esclavos: maestros mudos de Alta Hechicería, tan apreciados por los más ricos de la ciudad como maestros de sus hijos; mulas de carga del continente oscuro, fuertes y recios, los mejores para la arena del Coliseo; o niños y niñas de procedencia sospechosa y de débil salud. Ella, por supuesto, pertenecía a la última clase. El señor Mórtimer se congratulaba de su buena vista por haberla comprado.
—Siempre lo supe, la verdad —le decía a menudo a algunos de sus mejores clientes—. Parecía un minúsculo saco de huesos, un pajarillo famélico sin valor, pero, al mirarla a los ojos, supe que tenía ante mí una superviviente. Alguien que trabajaría duro, día tras día; y aquí la tienen: ya casi una mujer, y más o menos sana, a pesar de haberse pasado la vida aplastando con los pies la pasta de papel.
La pasta de papel del señor Mórtimer era la más blanca de la ciudad, tal vez de todo el Imperio, y debido a ello le llegaban encargos de todas partes. Incluso de las abadías de los hechiceros negros, de los concilios secretos de los magos solares o de las cortes extranjeras. Todos le pedían papel blanquísimo en enormes cantidades, pero el señor Mórtimer siempre se negó a servirlo a granel.
—De mi tienda tan solo sale el mejor papel, el más blanco y siempre encuadernado en piel de calidad—le decía a los mensajeros que le pedían rollos—. Solo vendemos libros completos impolutos, sin contaminación alguna, destinados a ser grimorios. Es lo que la magia prefiere y es lo que vendo.
Y tenía razón. Eran los mejores libros para hechicería que podían fabricarse y el secreto estaba en la fórmula blanqueadora que su abuelo había robado en alguna parte. De unos nómadas o de algún asentamiento primitivo, o tal vez atrapando a alguna diablesa. Una fórmula tan efectiva que dejaba de color níveo hasta el famoso papel de plumas de cuervo; y tan corrosiva que les consumía la piel a todos sus esclavos. Primero, les quitaba el color de las piernas, luego, de la cara y finalmente, del alma. Todos caían muertos antes o después, pero Mórtimer nunca desaprovechaba nada, y aquellas muertes le facilitaban un inmejorable cuero para encuadernaciones. Libros blancos con lomos níveos y acabados en oro.
Todos sus esclavos tenían ese destino. Todos menos Elisabetta. Tal vez porque era de piel tan oscura que parecía hija de un mirlo. Tal vez porque su espíritu era tan fuerte que no podía ser consumido ni por la fórmula diabólica que pisaba a diario. Sus piernas se habían vuelto blancas, eso sí, de una cualidad casi lechosa, como las de una señorita noble de palacio. Sus manos eran más bien amarillas, pero su rostro y la mayor parte de sus ojos, eran aún profundamente oscuros.
—Es hermosa —le dijo una vez un segundo hijo de un noble secundario, uno de esos que estudian hechicería porque la herencia no será para él, mientras admiraba sus piernas blanquísimas y aquellos ojos azules a franjas, negros de corazón.
—¿Betta? —preguntó extrañado el dueño de la tienda— ¿Mi esclava? ¿Betta? ¿Os gusta?
—Creo que jamás he visto una mujer más hermosa, no me importaría poseerla.
—Bueno, eso podría arreglarse —contestó Mórtimer, siempre atento a los negocios—. Si tenéis la bolsa bien cargada, eso sí. No será barata. Es mi mejor pisadora.
El joven tenía la bolsa bien cargada, y el dueño de la tienda se ocupó cuidadosamente de írsela vaciando, en dosis pequeñas pero crecientes. Preparó los encuentros con cuidado y obligó al joven a postergarlos cada vez más mediante excusas y justificaciones, distanciando los días de encuentro tanto como aumentaba el pago.
—Betta, ven aquí —le dijo Mórtimer la primera vez—. Tienes suerte. Una suerte increíble, niñita mía. Aquel joven de allí te desea, así que vas a dejar de ser pisadora para convertirte en amante.
Betta no dijo nada a su dueño. Ni al joven aprendiz de hechicero cuando la subió a su cuarto. Ni cuando le quitó la ropa despacio, admirando los sorprendentes tonos de su piel, aquí blanquísima, aquí dorada, aquí todavía negra azabache y por todas partes extraña, camaleónica, moteada. Tampoco dijo nada cuando la poseyó por primera vez, con rabia y dolor. Ni después, cuando creyó hacerla suya mil veces. Elisabetta no dijo nada. Ni siquiera mostró desagrado o molestia por su nuevo destino. Se limitó a mirar, a escuchar y a aprender lo que pudo. El joven, cada vez más emocionado, quiso enseñarle a leer primero y luego parte de su arte. Ella, siempre callada, lo dejó hacer, y, mientras él aprendía torpemente hechizos de fuego y guerra, ella comenzó a pintar, a colorear, a recortar algunos libros blancos.
—Es hermoso —dijo un día él mientras observaba el trabajo que ella hacía—, parece un bosque, con las hojas, las ramas, las lunas. ¿Es esto un ciervo?
Elisabetta se limitaba a asentir a todas las preguntas.
—Es hermoso —dijo Mórtimer cuando vio uno de aquellos libros recortados.
—Lo es, tal vez os interese comprarlo —le dijo un día el hechicero, que ya se quedaba sin dinero suficiente para tenerla.
—¿Un libro de mi propia esclava? ¿Pretendéis venderme el trabajo de mi propia esclava? Los hará para mí y me saldrán gratis.
Pero Elisabetta no hizo nunca ninguno de aquellos libros más que estando con el hechicero. No le importó que Mórtimer la pegase o la dejase sin comer. Se negó a hacerlo a pesar de que su piel se volviera roja o morada.
—Es mi hogar —dijo al terminar uno de ellos.
—¿Tu hogar? —preguntó el segundo hijo de un noble, tan emocionado por la belleza del libro como por escuchar por primera vez la voz de ella.
Ella asintió, luego sonrió y le clavó las tijeras de recortar en el pecho, tan profundo que se abrió paso hasta el corazón del hechicero. Él cayó muerto sin que ninguna queja saliese de su boca. Ella, sin mirarlo, dejó caer algunas gotas de aquella sangre cargada de magia para colorear de rojo las últimas flores que faltaban y miró su obra con los ojos muy abiertos.
Nunca han vuelto a verla.