Vamos con un relato del que conservo los derechos y por eso puedo compartir por aquí.
Es un buen relato, de terror, incluido en esta antología de Cazador de ratas. Os dejo la descripción de la colección:
Con estas 14 historias, pues, hemos intentado ofrecer un retrato variado, dinámico y, sobre todo, fidedigno de lo que es, lo que ha sido y lo que puede ser un barrio, buscando una mirada no tanto fantástica como diferente, para mostrarnos el papel que desempeñamos como individuos de esa célula de convivencia tan necesaria en tiempos como los que vivimos y en los que, ahora más que nunca, la solidaridad y la empatía pueden marcar la diferencia entre malvivir, vivir con dignidad e, incluso, vivir a secas. «Vivir en Vallecas es todo un problema en 1996», cantaba Topo en la canción ya citada. Y es verdad, vivir es un problema, pero, a fin de cuentas, es vivir. (Juan Manuel Santiago)
Tras Españapunk llega Barriopunk, una serie en la que pretendemos dar por sentadas las bases de algo que hace mucho que existe en España, la escritura de los bajos fondos, de las ciudades, de las drogas, el metal, los coches, el futuro, el pasado y nuestra mejorpeor música de todos los tiempos. Porque España se ha movido durante toda su historia moderna a golpe de folclore y guitarra eléctrica. Somos lo que somos, somos punk.
La primera parte está en este enlace.
Vamos con la tercera:
La garganta le dolía horrores. Había gritado tan alto que se había lastimado las cuerdas vocales. Estaba claro que era una exagerada, que llamar la atención no estaba hecho para ella. Lo suyo era pasar desapercibida. Callar.
Le pareció que oía a alguien. Quizá algún vecino en paro que había salido a setas o a caracoles. Sonaban pisadas, estaba segura. Pisadas, pero no risas, ni bromas, ni gritos, así que no se trataría de críos. Los críos eran ruidosos y ella, ahora, también.
¿Y si su grito había despertado algo? Nunca le habían gustado los árboles tan quietos. Había que tener valor, o mala voluntad, para quedarse quieto para siempre. O raíces, se dijo. Las raíces ayudaban en eso de estarse quieto.
El sonido de pasos se perdió ladera abajo y Milagros liberó su garganta. Tenía que bajar ella también. Ya. Cuanto antes. No podía permitir que la vieran allí sola en mitad de la nada con cara de susto. Porque estaba segura de que tenía cara de susto. Joder, es que estaba asustada.
Ya en marcha, procuró que las hojas tiesas de los helechos no le tocaran la piel. No recordaba muchas de las palabras de la escuela porque no había vuelto a usarlas, pero sí sabía que el envés de los helechos estaba lleno de bultitos amarillos. De allí salían volando las esporas para ir a posarse en cualquier parte. Luego, de cada una de esas partículas diminutas, brotaban plantas. La aterraba convertirse en abono para plantas.
Solo había gritado, nada más. Se recordó que solo había gritado porque ya estaba harta de todo. No había despertado al espíritu del bosque, ni había llamado la atención de las hadas, ni iba a llegar ningún tipo extraño y lleno de pelo para llevársela.
—Joder, los vascos —se atrevió a susurrar—. Todo lo arreglan con tíos que viven en el monte. ¿El Olentzero? Al monte. ¿El Basajaun? Al monte. A ver quién me mandaba a mí venirme al monte.
Una rama crujió justo encima de su cabeza. La mujer miró hacia arriba por puro reflejo y tuvo tiempo de dar un paso atrás. Evitó el golpe por un pelo, pero se cayó de espaldas porque el suelo embarrado resbalaba como si una manada de chavales hubiera pasado por allí. Por la mañana temprano, cuando había tomado ese camino en lugar del ir al trabajo, no estaba así.
Se levantó sin dificultad y se limpió las manos en los pantalones de faena. Había salido con el uniforme puesto. Hizo cuentas mentalmente y calculó que, si ponía una lavadora en cuanto llegara y la tendía enseguida, tendría la ropa a tiempo para el siguiente turno.
—Si no llueve.
Iba a pasar por encima de la rama cuando vio el nido. Se había volcado y algo se movía debajo.
—¡Joder! Y encima me cargo a los pájaros.
Cogió la estructura fabricada con ramitas, plumas y saliva y encontró a los polluelos de cuerpos gordos, cuellos alargados y cabezas desproporcionadas en las que solo se veían los enormes picos y los ojos negros recién abiertos.
Milagros necesitaba tapar esas pupilas. No soportaba su brillo espejado. Tres polluelos. Tres. Podría ponérselos en la palma de la mano y apretar hasta que dejaran de reclamar comida, o la vuelta a su nido, o a su madre, o que la rama volviera a su sitio, o los regalos de cumpleaños, o la cena de Navidad, o las vacaciones de verano en la playa. Lo que fuera que exigieran esos graznidos estridentes que se le metían en los oídos.
Dejó caer el nido, con asco, y se tapó los oídos con dedos sucios. El chirrido pareció disminuir, pero Milagros oyó otras voces, las mismas que la habían obligado a subir al monte y a lanzar su propio grito de protesta. Las mismas que habían despertado al bosque y al Basajaun y a todas las brujas del aquelarre.
Allí dentro, entre todas las demás, estaba la voz de su hija, cada vez más mayor y más guapa y también más callada. Hacía meses que trataba de hablar con ella, pero no había manera, así que podían pasar dos cosas: que estuviera metida en drogas, a los diez años, como tantos, o que se hubiera juntado con los otros. Le había registrado el cuarto. Siempre que podía se colaba dentro y hasta había dado la vuelta al colchón, había abierto los libros y la caja de las pilas del muñeco aquel, regalo de su abuela, pero drogas no había.
Retiró las manos de las orejas porque prefería el chillido agudo de los pájaros a la otra posibilidad. Los otros ponían bombas y disparaban en la nuca.
No se dio cuenta de que seguía allí, frente a los pollos que no habían perdido todavía el primer plumón. No sobrevivirían. Debería haber una madre allí que los alimentara y se preocupara por ellos.
—A saber dónde está esa pájara.
Se rio de su propia ocurrencia. Todavía le dolía la garganta, pero la risa le sentó bien. «A saber dónde está esa pájara», repetía dentro de su cabeza. Fuera, unos metros por encima, la madre revoloteaba presa de la histeria. Milagros no podía saberlo, pero el ave ponderaba sus posibilidades de victoria. En cualquier momento se lanzaría sobre ella y trataría de picotearle los ojos y arrancarle, con las garritas, pequeños trozos de carne de las mejillas.
Mientras, Milagros se partía de risa porque ya no podía soportar el miedo. Se doblaba de las carcajadas porque a ver qué iba a hacer ella si la despedían, o si su hija se había metido en drogas o si la habían reclutado los otros.
Se le caían las lágrimas de tanto reír y le dolía el estómago. Los polluelos seguían chillando con sus picos marrones abiertos como calderas infernales y tres pares de ojos negros que reflejaban las almas.
—Que os den por el culo, pollos de mierda.
El primer pisotón terminó en un crujido múltiple y un chasquido de barro húmedo. Barro y huesos frágiles, sangre y plumón que se pegaba a la suela de las zapatillas de deporte baratas de Milagros. Pero no se conformó con eso, no. Sabía lo que había que hacer. Los vecinos, los que tenían huerta en el solar detrás del edificio, que seguro que no era suya pero sembraban igual, lo decían a menudo: a los bichos había que rematarlos para que no volvieran. Porque si volvían era peor.
El segundo pisotón acabó definitivamente con los chillidos.
El tercero y el cuarto fueron acompañados de lágrimas y jadeos. La risa había muerto y otra cosa le había nacido dentro a Milagros, pero ella no lo sabía. Sabía muy poco Milagros. Lo único que le preocupaba era limpiarse los restos de sangre de las zapatillas. No podía presentarse así en casa, con las manos llenas de barro y las suelas encharcadas de sangre y plumas de pollo.
Apartó el nido roto, saltó por encima de la rama caída, ignoró el aleteo de la pájara adulta que no se había atrevido a plantar cara por sus crías y se dirigió a la fuente.
Ya no importaban los esporangios, las esporas ni la posibilidad de servir como semillero a alguna planta de intenciones hostiles. Solo podía pensar en el barrio, en la sangre y en los vecinos, que no perdían ripio.
El agua estaba fría y sabía un poco a hierro. La probó después de enjuagarse las manos y la cara. Puso especial énfasis en las orejas y la garganta, como si no se estuviese lavando, sino realizando algún tipo de ritual.
—Siento ensuciar tu casa, lamia, de verdad que lo siento. A mí tampoco me gusta que me pisen lo fregado, pero seguro que lo entiendes.
Milagros notó que se avecinaba otro ataque de risa y siguió hablando, por si las palabras lo evitaban.
—Mira, no te voy a pedir nada, ya sabes. Dice el libro ese que ha traído mi hija del colegio que las lamias hacéis favores, pero yo no te voy a pedir nada. Solo que me dejes lavar las zapatillas, que mira como me he puesto. Y que me perdones por los pollos esos; si es que no sé lo que estaba yo pensando, joder. Pobres, pobres pollos. A ver, sí que chillaban, así que esto te lo he dejado más tranquilo. Para que cantes o toques la flauta o lo que sea que hagas.
El manantial brotaba directamente de la roca con un ritmo constante, pero la suciedad de las zapatillas era tanta que convirtió la superficie del agua en un espejo de fondo turbio. Allí se veían recortadas las copas de los árboles sin necesidad de alzar la mirada.
—Tienes una casa preciosa.
También se veía una larga melena rubia que enmarcaba un rostro descompuesto de grandes ojos negros.
—No parece que vayas a perdonarme, ¿no?
Milagros negó con la cabeza para dar énfasis a su pregunta y el rostro de mujer en el fondo de la fuente negó con ella.
—Algo quieres, ¿eh?
Las dos asintieron a la vez, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Sabes lo que pasa? —Se encogieron de hombros—. Que yo no tengo nada.