Vamos con un relato del que conservo los derechos y por eso puedo compartir por aquí.
Es un buen relato, de terror, incluido en esta antología de Cazador de ratas. Os dejo la descripción de la colección:
Con estas 14 historias, pues, hemos intentado ofrecer un retrato variado, dinámico y, sobre todo, fidedigno de lo que es, lo que ha sido y lo que puede ser un barrio, buscando una mirada no tanto fantástica como diferente, para mostrarnos el papel que desempeñamos como individuos de esa célula de convivencia tan necesaria en tiempos como los que vivimos y en los que, ahora más que nunca, la solidaridad y la empatía pueden marcar la diferencia entre malvivir, vivir con dignidad e, incluso, vivir a secas. «Vivir en Vallecas es todo un problema en 1996», cantaba Topo en la canción ya citada. Y es verdad, vivir es un problema, pero, a fin de cuentas, es vivir. (Juan Manuel Santiago)
Tras Españapunk llega Barriopunk, una serie en la que pretendemos dar por sentadas las bases de algo que hace mucho que existe en España, la escritura de los bajos fondos, de las ciudades, de las drogas, el metal, los coches, el futuro, el pasado y nuestra mejorpeor música de todos los tiempos. Porque España se ha movido durante toda su historia moderna a golpe de folclore y guitarra eléctrica. Somos lo que somos, somos punk.
La primera parte está en este enlace.
Andoni y su madre, o más bien su madre ahora que los zipaios se habían llevado al hijo, vivían en el número cuatro de una calle con tres portales y cuatro edificios cuyas entradas principales daban a una tapia coronada por vidrios rotos. Tras ella se escondía una empresa embotelladora de vino barato. Los chicos y sus familias se repartían entre el número dos y el seis. Solo Sol vivía también en el cuatro, en la planta baja, justo en frente de la bruja.
—Yo no puedo colgarlo. Si me pilla mi padre, me mata —dijo Santi—. Que lo cuelgue esta, que vive más cerca.
A esas horas, la calle, mal asfaltada, representaba a la perfección su papel de cementerio industrial. Un Seat 124 a medio desguazar agonizaba en la parte baja, cerca del Nervión. Arriba, lindando con el camino de barro y piedra que llevaba a la estación de tren, descansaba un 127 que había pasado por una cuestionable sesión de chapa, pero no de pintura.
—Ahora no hay nadie.
—¡Muy callados andáis ahí abajo!
La calle estaba vacía, sí, pero siempre había alguien en los balcones.
—¿Qué hacéis ahí? ¿Ya habéis tirado un balón a la fábrica?
—No —dijo Idoia—. Pero ya nos podías devolver alguno de los que tienes ahí, ¿no?
Efectivamente, en el balcón de la mujer había varias pelotas de plástico barato de las que se compraban en las ferias o en los pueblos costeros.
—Lo que está en mi casa es mío y ya me habéis roto tres geranios este mes. Largaos de ahí, que como se lo diga a vuestros padres, veréis.
—¡Pues el mío te pone una bomba, vieja!
Sol cogió a Vicente de la mano y se lo llevó de allí. El muchacho no se resistió ni la mujer añadió nada. De aquello no se hablaba ni aunque fuera verdad.
—Ven conmigo.
—Yo no voy —se resistió Vicente. Lo que acababa de gritar le pesaba en el estómago como una maldición. De repente, el pacto sellado con sangre carecía de importancia.
—Tú vienes conmigo. Santi, arranca la hoja y la cuelgas, que aquí no hay nadie.
—¿Y cómo?
—Yo que sé. La metes debajo de la puerta, o la pillas con la alfombrilla, o algo.
—¿Y tu madre no sospechará?
—Me echará la bronca por llevar gente a casa cuando ella no está, pero da igual.
—¿Y lo de la bomba?
Sol se encogió de hombros.
—No somos de ETA, tío. Ni fachas. Yo qué sé.
Sol ya había soltado a Vicente y los dos subían los pocos escalones del portal cuando Idoia dio la alarma. Chascó la lengua. No hizo falta más que eso para que se dieran la vuelta y quedaran frente a frente con él. Andoni llegaba magullado, tambaleándose. Por lo que sabían, a lo mejor había sido una riña de bar, pero en la Herriko, que era a donde siempre iba, no se pegaban entre ellos. Allí los que daban palos eran los otros, los mismos que los daban en los calabozos, que era de donde venía.
Como llevaba el pelo largo y caminaba con la cabeza baja, la melena sucia le ocultaba la cara, pero los críos sabían lo que había debajo. No solo debajo de la maraña enredada, sino debajo de los párpados y de la piel, tan fina que se irritaba al afeitarse. Eso se lo había dicho a los críos, a uno o a otro, en alguna ocasión: que se dejaba barba porque las cuchillas lo hacían polvo; que sentía mucho si les rascaba.
Lo que se escondía más allá del pelo hirsuto no era una persona, de eso Sol estaba tan segura como los demás. Por eso apretaba tanto con el bolígrafo cuando dibujaba esos culos y esas pollas en el cuaderno de Santi. Porque Andoni tenía que ser alguna especie de bruja o de vampiro o de monstruo. Claro que existían los monstruos. Existían y hacían que se te aflojara la vejiga.
Se dio cuenta justo a tiempo de lo que estaba a punto de pasar y arrancó la hoja de papel de las manos de su amigo.
—Pero ¿qué haces?
—Al monte, tío, venga, al monte. Hemos convocado a la bruja.
—¡Qué va! —contestó Idoia—. Es que lo han soltado.
Santi no esperó a que los rostros de los demás se volvieran hacia él en busca de confirmación.
—Ha sido la sangre —murmuró. No le quitaba la vista de encima al Andoni desmadejado que continuaba su ascenso calle arriba—. La sangre es poderosa. Ahora ya es nuestro.
No les hizo falta más para salir corriendo hacia el camino de piedra en que desembocaba su calle. Continuaron por aquel barrizal en el que cualquier adulto se habría roto los dos tobillos y llegaron hasta el paso a nivel. No comprobaron si se acercaba algún tren porque las barreras permanecían alzadas, como invitándoles a pasar, blancas y rojas contra el tono gris del cielo.
Alguno se tropezó con las piedras aristadas, irregulares, que salpicaban las traviesas de madera. Allí, frente a la parte trasera de Villosa, la fábrica de botellas, estaba la casa de Mari Luz, con su eterno bidón sobre una hoguera. Unos días después habría pimientos embotados para todos, o mermelada, pero en ese momento no les importaba la comida, sino que no los vieran, que no los detuvieran, que no les impidieran alcanzar la carretera, siempre flanqueada por pinos verdes, que llevaba hasta la entrada de la fábrica.
Porque allí donde terminaban todos los caminos se abría el sendero de barro que llevaba a la fuente y que se dividía luego en dos sendas todavía más estrechas e intrincadas: la que conducía a la escombrera y la que iba hasta las campas y al monte espeso.
Los chicos jadeaban. En el recreo solían jugar al fútbol y, en el barrio, a coger. A veces saltaban a la comba, chicos y chicas juntos, hacían competiciones para ver quién aguantaba más, pero la carrera los cansó y respiraban con pesadez. Por suerte, ya habían dejado atrás la última vivienda habitada, así que podían detenerse y eso hicieron. Sol quería que se dieran más prisa y trataba de forzarlos, pero no tenía nada que hacer.
—Para, tía, que no nos está persiguiendo, ni nada.
Los otros dos dieron la razón a Vicente y Sol aflojó. No se dio cuenta de que faltaban las burlas y los insultos habituales. Nada de llamarla gallina, ni de reírse del miedo que, por supuesto, llevaba pintado en la cara.
—¿Dónde lo quemamos? —preguntó Santi.
Nadie se sorprendió de que fuera eso lo que había que hacer en lugar de recurrir a los adultos. Habían aprendido muy pronto que las cosas malas desaparecían en el fuego. Lo extraño era que no se les hubiese ocurrido antes. Así hacían, las amas sobre todo, en San Juan: quemaban cosas para que desaparecieran.
—En la escombrera no, que siempre hay gente. Vamos a la campa grande.
—Pero se ve desde abajo.
—Pues nos metemos entre los árboles un poco.
Era un buen plan. Todos sus planes eran buenos, así que los chicos subieron más arriba por el caminito de la izquierda. Había llovido hacía poco, de manera que el barro se hundía bajo sus pies. El primero de la fila no tenía problemas, pero el último se resbalaba con frecuencia y debía agarrarse al de delante, o a los helechos de los lados para no caer. Se oyeron gritos, insultos y alguna risa cuando Idoia se tropezó y a punto estuvo de aterrizar en el pilón de la fuente.
Si el bosque de coníferas importadas hubiese estado lleno de ojos o de garras, los chavales no se habrían dado cuenta. Si alguna de aquellas lamiak les hubiera saludado desde el fondo del manantial, no la habrían oído. Porque los monstruos se ahuyentan con ruido y ellos lo atronaban todo con sus risas infantiles, forzadas primero y naturales después, cuando la sombra de la que huían se hubo confundido con la del follaje.
—Ahora no me digas que no tenemos mechero, chaval.
—Pues claro que sí—. Santi, una vez más, tomó la delantera y sacó un Bic de color rojo. Se lo he mangado a uno en el bar. Lo había dejado en la barra.
—Guay.
—¿Y qué hacemos? ¿Lo quemamos y ya?
Sol creía que eso no podía ser suficiente. Quemar un papel, sin más, le parecía poca cosa. Se prendían periódicos para encender hogueras y trozos de tela para reventar escaparates, pero aquello era diferente.
—Hay que decir algo— aventuró.
A ninguno de los otros le hizo gracia la idea, pero la aceptaron.
—¿Cómo en un cumple al revés? ¿Decimos algo cuando lo encendamos?
—Decimos: «Que se muera la bruja».
Solo eran cinco palabras, pero les daban miedo. Las pensaron en sus cinco cabezas de diez u once años. La gente iba a la cárcel cuando mataba. Y a veces también cuando no había matado a nadie pero lo había pensado. Eso lo sabían los cuatro mucho mejor que lo del fuego purificador de las hogueras. Lo veían todos los días.
«Que se muera la bruja».
Asustaba, pero la bruja tenía que morir.
Se habían quedado tan callados que se oían todos los sonidos del monte: las ramas con sus hojas agitadas por el viento, algunos pájaros resistentes a la polución de las fábricas, el zumbido de Villosa, que no callaba nunca, el traqueteo del tren, que decía que, si no los estaban buscando ya para ir a comer, pronto empezarían a oír sus nombres rebotando entre los troncos del pinar.
Sol cogió el mechero y arrugó el papel. Lo convirtió en un churro alargado y retorcido, lo sostuvo por una punta e hizo rodar el mecanismo del encendedor. Saltó una chispa, surgió una llama.
Los demás se colocaron a su alrededor formando un círculo de cuatro. La geometría y la magia se dieron la mano, como siempre hacían, aunque los practicantes no supieran nada de eso.
Santi fue el primero en pronunciar el conjuro:
—Que se muera la bruja.
La llama se apagó, pero otra llama se encendía, la de la esperanza, la del deseo de que la bruja muriese. Así que todas las voces recitaron las mismas cinco palabras a la vez. Les llevó un par de intentos sincronizarse, pero lo consiguieron.
Entonces Sol acercó de nuevo el mechero al papel y todos clavaron en él sus miradas aterradas, expectantes, tan cercanas a la satisfacción.
Cuando el fuego le acarició los dedos, la niña dejó caer el papel y este se consumió antes de tocar el suelo. Los cuatro se quedaron allí, embelesados con las pequeñísimas virutas anaranjadas que revolotearon un momento y brillaron como estrellas fugaces hasta que se extinguieron.
Ninguno dijo que ya estaba, pero todos se dispusieron a bajar por el camino resbaladizo para continuar con sus vidas.
Y entonces un grito desgarrador partió el monte en dos mitades.