Escribí este relato para La revista de Historias perdidas, que se puede descargar de manera gratuita en este enlace. Es mi regalo de Navidad para Substack este año.
A mí el cuento me gusta. El mensaje es bonito y utópico.
Pero también es mío, así que no es del todo evidente.
Espero que lo disfrutéis.
Tras el mostrador, por las manos de Nati solo pasan el papel de colores y las cintas brillantes con que envuelve los regalos, pues su cometido no es otro que engalanarlos. Otras compañeras se pinchan con las tijeras o rasgan los pliegos estampados, tan coloridos y brillantes como los de verdad. Nati no. Jamás una clienta se ha quejado de un doblez mal hecho. Jamás se le ha deshecho un lazo o chafado un pompón.
Su perfección, no obstante, esconde un secreto: cuando nadie la mira, da un lametón al envés de las pegatinas «Deseo que te guste» porque su sabor es mejor que el de «Felices Fiestas» y no tiene parangón con el de «Próspero Año Nuevo». Si le sobra un poco de tiempo, mastica el envoltorio corporativo, tan verde como la ladera de un bosque de abetos y tan dorado como la estrella de Belén. A veces escamotea un adorno estropeado, la mitad de una bola descascarillada, por ejemplo, y lo utiliza como vaso en el lavabo. Años de experiencia evitan que se corte los labios.
El veintidós de diciembre es un día complicado. Todo el mundo lo empieza con cientos de miles de posibles euros en el bolsillo, pero, a medida que transcurre la mañana, las ilusiones caen como patos tallados de una caseta de tiro al blanco en la única feria honesta del mundo. La gente se arremolina junto a las escopetas y los perdigones, junto a los juegos de construcción, las bicicletas, las muñecas, los abalorios brillantes. Gente que sonríe nerviosa, toma las armas, guiña un ojo y ajusta la puntería. Mientras tanto, otros los jalean: las mujeres suspiran, los hombres resoplan, la música atruena, la nieve se posa sobre los sombreros, las grandes marcas desgranan publicidad sonora, las palabras y los eslóganes se mezclan: «Compre ilusión para el hombre más deseado, sus hijos jugarán con él todo el año». Los feriantes mastican palillos, calculan comisiones, se frotan las ampollas de los pies, se retocan el maquillaje, se atusan el pelo. ¿Y los niños? ¿Dónde están los niños? Pero claro, por supuesto: en ninguna parte. En la feria de los grandes almacenes no hay niños. No hay niños en Navidad.
Cuantos menos patitos quedan en pie, más se caldean los ánimos en la cola para envolver los regalos. Los regalos son para los niños, por cierto, pero este hecho pasa a un segundo plano cuando ya es evidente que el dinero de la lotería no va a materializarse, si no a convertirse en salud. Una salud más bien precaria, puesto que la planta de juguetes se llena de toses y carraspeos.
—Al menos queda la familia —dice Leonor. Sonríe con placidez. Le duele un poco la base de la espalda porque pasa mucho tiempo sentada y luego pasa mucho tiempo de pie; pero moverse, lo que es moverse, se mueve poco. Lo dice convencida porque sigue enamorada de su mujer, aunque apenas se lo demuestre. También porque adora a las crías, un poco mandonas, un poco malcriadas, pero suyas. Vamos, que Leonor es una mujer de familia durante todo el año y para ella no supone ningún problema agarrarse a ese amor cuando hace falta. Su mujer y sus niñas son el motivo por el que se enfunda un traje de chaqueta oscuro cuando lo que prefiere son los vaqueros acampanados y las blusas importadas de India. Por ellas se recoge el pelo larguísimo en un moño a la altura de la nuca cuando adora llevarlo suelto y sentir su caricia en la cintura. Y no le pesa. Porque las ama. Con amor. A ver por qué si no se habría pasado veinte minutos de reloj en la fila cuando podría haberlos invertido en tomar un café bien caliente en el carrito de Chon. Con lo ricos que hace Chon los cafés. La mejor incorporación a la empresa, eso es el carrito de Chon, que abre siempre diez minutos antes de tiempo en el comedor para que todo el mundo llegue bien despierto a su puesto de trabajo.
—A ver lo que dura —contesta Carmen. Carmen también es una mujer de familia, pero se cansa antes de que la cola no avance, de los villancicos en bucle, de los adornos trasnochados y de las toses y los carraspeos. Se lleva una mano a la boca, como para tapársela, como para mantener a distancia el aire que respira toda esa gente a su alrededor.
—¡Mujer! —Leo abre mucho los ojos. Y la boca. Dibuja con los labios una o enorme por la que debe de haber entrado todo el aire que Carmen no quiere respirar.
—Cariño, no es por nada, pero no nos vemos más que para gastar.
Leonor se siente atacada injustamente a pesar de que sabe que las palabras de su mujer son ciertas. Pasan poco tiempo juntas y menos todavía con las niñas. Los trabajos de ambas deben pagar las actividades extraescolares y los regalos con los que compensan las tardes de soledad. Hace falta, por supuesto, emplear muchas horas para equilibrar esa balanza. Pero la culpa no es solo suya. Ambas deciden juntas. Lo que pasa es que a Leonor le basta con los retazos de familia que logra arrancarle a la vida, pero Carmen quiere más. Está convencida de que las cosas no tienen que ser así, de que no hay por qué conformarse con las migajas de una existencia. Por eso había comprado un décimo que, ahora, sin premio, le pesa en el bolso como una bola de presidiario. Tampoco le gusta la gente. Esa gente que las empuja y hace que la fila se convierta en un cuerpo ondulante de oruga. Además, cada vez suenan más estornudos, más gargantas broncas, más conversaciones similares a las suyas, enmarcadas por un coro de voces blancas que se impone a todo lo demás, con el ritmo edulcorado de Noche de paz, noche de amor.
Nati procura no escuchar a las parejas que compran juntas ni a las que compran separadas. Tararea que el Portal de Belén vibra en cánticos llenos, pero cuando va a susurrar «de amor», le da una arcada. Se controla, claro, porque es una profesional. Lo que no puede manejar es la punzada de miedo que se agazapa tras el bolo alimenticio condenado a volver a su estómago.
—Pues si no quieres, no gastamos. Ya, cuando toque, les explicas a las niñas que Papá Noel pasa de ellas. Y cuando traigan todas suspendidas en junio, vienes y me lo cuentas.
Alrededor de la pareja todo brilla. No solo porque lo digan las voces blancas que suenan a campanillas. Es que las luces de la entreplanta deslumbran y las pieles de los clientes destellan, perladas de sudor, de frustración, de disgusto, de miedo. Cada uno de ellos sostiene un juguete y el juguete sostiene una esperanza: que el dinero que van a malgastar en ese pedazo de plástico con forma de superhéroe o de monstruo, o de dinosaurio, sirva para comprar un poco más de paciencia infantil. Que aguanten los críos un año más. Que vayan creciendo contentos, sin demasiado rencor acumulado en las articulaciones. Que no se les enquisten las sonrisas, por amor del cielo. Cualquier cosa antes de que se les enquisten las sonrisas.
—¡Es que tienen que estudiar porque es su obligación, no para que les regalemos una mierda de muñeca tetona!
Los ángeles cantando están, pero Leonor y Carmen no los oyen. Ni los demás clientes de la cola. Porque Nati ha vomitado todo lo que tenía en el estómago. Una pasta verde, que huele a ácidos gástricos y pegamento, gotea desde el mostrador. Ella sostiene un pliego de papel color de abeto con líneas doradas y se las ha apañado para que el maletín de veterinaria que estaba a punto de envolver haya salido ileso del trance. Sin embargo, se la ve pálida, demacrada. Como si el charco de vómito fuese en realidad un océano de bilis. Así de seco se le ha quedado el cuerpo.
***
No sabe qué ha pasado. Recuerda vagamente que una supervisora ha dirigido a los clientes a otra mesa y que alguien ha abandonado una muñeca de medidas desproporcionadas y pelo de color rosa chillón sobre su mostrador. Sospecha que los clientes no han seguido las instrucciones de la encargada, sino que se han marchado. ¿Por qué si no se había hecho el silencio tan de repente?
Sale del edificio por la puerta de servicio, que carece de adornos. Las bolas tornasoladas, los renos de fieltro, los muñecos de nieve que cantan, los bastones de caramelo y las estrellas de purpurina no se destinan a los empleados. Eso está bien, porque Nati tiene hambre y podría darse un atracón de guirnaldas, o de espumillón. De hecho, si tuviera la oportunidad, se comería la estrella de Belén de dos bocados. Pero no está en la planta, sino frente al enlucido desconchado de un pasillo que desemboca en un callejón donde se amontonan toneladas de cartón y plástico, preludio de las montañas de basura que abarrotarán hasta el último contenedor de la ciudad dentro de tres días.
Va a marcharse porque le han dado el resto del día libre, pero algo la detiene. Es el llanto de un bebé. El llanto de un recién nacido el veintidós de diciembre que llega sin pan debajo del brazo.
Nati no come niños pequeños, así que no se acerca a la criatura. Saca el móvil del bolsillo del abrigo verde botella, se baja la bufanda color burdeos para que se la oiga con claridad y hace una llamada. No da muchos datos. No quiere involucrarse, solo desea llegar a su casa y dormir. Por lo general descansa muy pocas horas, así que aprovechará la oportunidad antes de regresar a su puesto tras el mostrador al día siguiente.
El bebé deja de llorar antes de que Nati alcance la calle comercial a la que va a parar el callejón. Puede que sepa que se acerca la ayuda que necesita. Puede que haya muerto.
Es veintitrés de diciembre y la jornada de trabajo de Nati empieza como todos los días. No piensa en el bebé ni en la llamada hasta que aparece una agente. Es joven y lleva el pelo recogido de un modo peculiar. Dos trenzas gruesas, redondas como maromas pero delicadas, rodean la gorra azul marino. El resto de la melena negra cae sobre sus hombros. El uniforme parece un disfraz. No le sienta bien. Desentona de la misma manera que la batería de preguntas que repite delante de todas las empleadas y que Nati sabe que son para a ella en realidad. Los clientes que esperan a que sus compras baratas obtengan la apariencia de regalos caros gracias a la destreza de Nati no son los mismos. O a lo mejor sí. Algunas voces le suenan familiares.
—¿Te imaginas? —dice Carmen.
Leonor asiente porque claro que se lo imagina. Adoptaron a las gemelas en su etapa lactante. Un auténtico milagro. O no, no lo sabe aunque lo repita cada vez que tiene ocasión. Pocos matrimonios deseaban una pareja y ellas aceptaron a las dos niñas sin pestañear. Las abrazaron, las cubrieron de besos, pidieron turnos dobles en sus respectivos empleos y ahora están en la misma cola que ayer, quieren comprar el mismo juguete que ayer pero por partida doble: muñecas con forma de mujer adulta, grandes ojos pintados y pelos de colores flúor.
—¿Puedo hablar con ustedes, señoras? —La agente interrumpe el curso caótico de los pensamientos de Leonor.
La conversación se redujo a unas pocas frases y culminó en la escena del vómito.
La agente Trenzas se dirigió a Nati, que en ese momento convertía un informe oso de peluche, fláccido, sin vida, en un precioso paquete mágicamente regular y manejable.
—¿Nos llamó usted ayer?
—No —contestó ella. Entre sus dedos, una cinta roja, tan brillante como una brasa, se retuerce con la suavidad de una llama.
—¿Seguro?
Unas pocas palabras más siguen a la pregunta, pero el discurso de la agente no llega a los oídos de la empleada. Nati busca al segundo policía porque la primera ha dicho «nos». No lo ha visto antes, no se ha dado cuenta de su presencia y, cuando lo localiza al fondo de la sala, cerca de los tronos falsos que unos Reyes Magos igual de falsos ocupan cada pocas horas, se pone nerviosa. Hay algo extraño, inquietante, en ese hombre de mejillas coloradas que habla con todos como si en lugar de un bebé abandonado hubiese recogido una billetera llena de dinero.
—¿Me ha oído, señora?
Nati no la escuchaba y tampoco la ha oído, pero el mensaje la ha alcanzado de todos modos. Trenzas quiere asegurarse de agradecer al alma caritativa que hizo la llamada que no se desentendiera del llanto.
—Los niños son importantes. —Eso es todo lo que dice Nati. La frase suena a hueco, a centro de mesa que se deshace en cenizas.
—¡Y los adultos! —grita el agente de los mofletes colorados y la barba canosa. A Nati la sorprende la enorme cantidad de pelo blanco entreverado bajo los labios regordetes. —¿Qué sería de los pequeños sin los mayores? ¿Eh?
Una carcajada tan estridente como un parque de atracciones acompaña a la pregunta. Nati espera que la planta de juguetes se llene de copos de nieve falsa, pero no es así. El estómago se le acerca a la garganta otra vez y le parece que las paredes adquieren forma de espiral, como si estuviera dentro de una bola de cristal y alguien la agitase. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Pero no nieva plástico y el aire entra en sus pulmones con facilidad relativa. Eso quiere decir que no se encuentra sumergida en líquido.
De todos modos, Nati se marea. Tiene hambre y sus ojos se mueven frenéticamente en busca de pegatinas «Deseo que te guste», pero no hay. Solo «Próspero Año Nuevo» está a su alcance y tampoco es que las pueda chupar en público. Mucho menos delante de la policía y de las dos mujeres con sus dos muñecas de plástico.
—Tengo hambre — declara Al fin y al cabo, es cierto.
—¿Van a tardar mucho? —dice Leonor. A ella y a Carmen se les acaba el tiempo que les dan para comer y también sienten retortijones en el estómago. No les hace gracia dejar los regalos en la tienda por segunda vez, pero no pueden permitirse llegar tarde. Si se retrasan y pierde el empleo, las niñas se quedarán sin regalos. No se dan cuenta de que, tras su pregunta y su terror al desempleo aparecen las pupilas horizontales de la gran serpiente Uroboros. Lo que viene a ser un bucle sin sentido. Nati sí. De alguna manera, la envolvedora de regalos percibe el miedo, su origen, el hecho de que no tiene final. La serpiente parpadea, muestra un segundo su lengua bífida y sonríe. Ya no está en las palabras de Leonor y Carmen: se acomoda en los meandros grises del cerebro de Nati, que suspira. No hay nada de malo en eso. Le parece que la ese de eso suena demasiado. Le parece que ahora sus pensamientos sisean.
Trenzas sonríe a las clientas bajo su gorra azul marino y la iluminación de la tienda hace que su cabello refulja. Además, la expresión afable del agente Mofletes ha cambiado, sin duda por efecto de los fluorescentes. Por si acaso la causa fuese otra, Leonor deja las muñecas en cualquier sitio, no se fija, y coge a Carmen del brazo. Se marchan apresuradamente. Otros clientes las imitan. El walkie de la supervisora suena a ruido blanco, pero ella asegura que debe acudir a otro lugar.
Nati, Trenzas y Mofletes se quedan solos.
—Nati —dice Ada.
—Tengo hambre —repite ella.
Una figura encapuchada, cubierta de la cabeza a los pies por una capa oscura, entra por la puerta de servicio, la que no tiene adornos, la que se abre a un pasillo inmundo y a un callejón más inmundo todavía. Lleva en brazos a un bebé risueño. Es una niña.
—Debes comértela.
Nati niega con un gesto y la serpiente de su cabeza repta solo un poco, lo suficiente para encontrar una postura más agradable. El bebé es una niña que sonríe con la boca y con los ojos. Es de un rubio querubín, pero su piel no se parece a la leche, sino al bronce. De hecho, no se parece al bronce, sino a su propia piel y a la de la agente Trenzas. No se ha dado cuenta hasta este momento de que solo el agente Mofletes es blanco, como en los anuncios de televisión.
—No puedo, es demasiado pequeña. Sus huesos se me clavarán en la garganta.
—No sucederá así.
Nadie habla de esa manera. Nadie dice «no sucederá así». Quizá por eso Nati cree a Trenzas. De todas maneras, para acallar las exigencias de sus tripas, se abalanza sobre las pegatinas de Feliz Año Nuevo. Mofletes, bien alimentado, es más rápido y las retira del mostrador.
—Tengo que envolver los regalos o no habrá Navidad.
Trenzas y Mofletes asienten. La figura encapuchada también. Todos están de acuerdo: la Navidad debe continuar. Si Nati no se da prisa, la mañana del día veinticinco amanecerá muerta.
Unos brazos que se adivinan esqueléticos bajo la capa tienden la criatura por encima del mostrador. Es preciosa. Rollitos de grasa cálida rodean su cintura. Las piernezuelas patalean regordetas; sus manecitas se empeñan en asir la nada.
Nati toma al bebé. Si fuera de las que cuestionan, se preguntaría por qué no se resiste más. ¿Quién come bebés en Navidad? Claro, que Nati no es de esas. Se limita a atraer a la niña hacia sí. La niña que la mira con los ojos abiertos y vivos. Otros bebés no parecen tan espabilados, pero esta la mira y la aprueba, la valida, la reconoce. Nati también se reconoce en ella.
Trenzas, Mofletes y la figura encapuchada suspiran. Una vez más han cumplido su misión. Una vez más, por fin, después de tanto tiempo que no recuerda la última vez que sucedió, Nati, que no siempre se ha llamado Nati, abre su pecho y separa la jaula formada por sus costillas. La niña le levanta los pulmones, así, como jugando y cuando deja el corazón al descubierto, se arrebuja junto a él. Se chupa el pulgar con fruición. El latido acompasado de Nati la mece, los pulmones la cubren, esponjosos, las costillas la protegen de todo mal.
Su espíritu ha vuelto a la Navidad.
La serpiente del miedo eterno abandona su nido y muere de frío en el exterior. O hiberna. Las serpientes hibernan.
Es veinticinco de diciembre.
Las gemelas se despiertan a la vez, entusiasmadas. No porque sus corazones latan acompasados o porque sus biorritmos sean idénticos. Nada de eso. Todos los niños del mundo se levantan a una hora similar la madrugada del veinticinco de diciembre: demasiado temprano. Suelen estrenar la mañana de Navidad con su entusiasmo y sus gritos de sorpresa. A veces también se oyen gemidos decepcionados.
Hoy es distinto.
Hoy, junto al árbol de plástico más raquítico de la última vivienda obrera de la ciudad más pobre, los niños encuentran lo miso que sus pares en las mansiones más ostentosas: los regalos del año anterior, que apenas se han usado.
Sin envolver.
Y a sus madres.
Y a sus padres.
Hoy no hay desayunos de churros, gofres, ni tortitas. Hoy todos toman pan de ayer y leche fría porque los desayunos rápidos dejan más tiempo libre. Hoy, ese tiempo extra no sirve para correr a la oficina o al autobús, o a la centralita o al hospital o a la fábrica o al campo.
Hoy el tiempo de más se dedicará a los otros.
Todos jugarán juntos hasta que a Nati se le olvide de nuevo quién es, lo cual no sucederá de momento. Hasta entonces, las familias no contraerán deudas de las que intentan pagarse con dinero aunque el dinero no pueda pagarlas.